Los noticieros anuncian la reactivación del comercio en México por el Día de Muertos. Pasan el día comiendo, cantando y hasta bailando en los cementerios, convencidos de que el fallecido forma parte de ello. No sólo se le recuerda –como es nuestro caso–, se comparte con él; y no lágrimas, sino alegría. Quizá un envés del descenso a los infiernos: el muerto sube desde ellos a pasar un festivo día con su familia. ¿Ridículo? En modo alguno. Todos los grupos humanos lo han hecho o lo hacen. El posible motivo es sencillo: no queremos renunciar a los que amamos; siguen presentes en sueños o recuerdos; apelamos a fotos, videos, cartas, y hablamos de ellos con los demás... Lo que fueron todavía “es” en nosotros. La plaga que se abate sobre el planeta tiene, como horribilis bonus, el habernos separado más aún de nuestros muertos. No hemos podido despedirnos ni llorar junto a su féretro en los rituales fúnebres. Y esos rituales no son sólo para el muerto; son, fundamentalmente, por y para soportar la tristeza y enfrentar esta vida en la que ya no nos acompañará. Y hemos destinado un día especial para recordarlo, como si los rituales debieran tener una continuación que sólo cesará con nuestra propia muerte. Ya sea que, como los mexicanos, comamos, bailemos o nos disfracemos cerca de su tumba; recemos o simplemente lloremos a solas: necesitamos expresar(nos) ese dolor que todavía causa su ausencia. No habría que negarse a transitar ese desasosiego: el dolor que enmudece es el más funesto –dice Racine en Andrómaca–. De dolores y espantos también está hecha la vida; enfrentarlos con comida, baile y música, con largas conferencias o en recogida oración es lo que nos hace humanos.
Enfrentar el dolor con alegría
Por Marta Gerez- Psicoanalista.